La comensalidad o el comienzo de la humanidad

La segunda parte del título alude sin ambigüedades a los dos significados posibles. Por un lado el comienzo filogenético (la historia de la especie), por el otro el origen ontológico (la génesis del Ser). Ambos prístinos. La comensalidad puede definirse como la posibilidad de compartir la comida. En la naturaleza se observa en forma incipiente una proto comensalidad. Entre los mamíferos, las crías comparten la leche materna. Cuando son destetados, sucede en muchas especies, que los padres llevan la comida hacia las crías, quienes comen todos juntos. Con los primates más cercanos a nosotros, chimpancés y bonobos, ocurre que aún luego del destete poseen algunos rasgos que los acercan a la comensalidad humana. Cuando nuestros primos cazan algún animal, generalmente pequeño, los etólogos (es decir quienes estudian el comportamiento animal) observaron que el grupo tolera la rebatiña de carne. No es un comportamiento que pueda compararse con la comensalidad en sentido estricto, tal como la practican los seres humanos, pero es evidente que posee algunos rasgos en común. La naturaleza se copia a sí misma, amplifica o disminuye sus potencialidades de acuerdo a los dictados del medioambiente.

Es cierto que comer juntos no es equivalente a practicar la comensalidad. Esta última implica básicamente compartir más que alimentos, no sólo nutrirse, sino comer. Entran aquí a jugar consideraciones relacionadas con la comunicación, la transmisión cultural o los afectos. De eso se trata comer. El resto es nutrirse y su límite es bioquímico. Uno de los rasgos distintivos de los seres humanos tiene que ver justamente con la comensalidad. No es éste un atributo que se practique únicamente mientras somos pequeños. Es una característica que nos va a acompañar por toda nuestra vida. Con la comida se agasaja, se cierran tratos, se agradecen favores, se marcan las posiciones estructurales dentro de una cultura, se reafirman identidades. Es el espacio de socialización por excelencia en donde el grupo se reúne y comparte.

Según puede establecerse por evidencia indirecta, el Homo sapiens ya llega al planeta Tierra con la comensalidad a cuestas. Casi como un fundamento de su supervivencia. Sobre todo si tomamos en cuenta lo prematuras que nacen las crías humanas y el estado indefenso en que se encuentra la madre, la dependencia del grupo es completa. Una de las formas en que se expresa esa dependencia es mediante la manera en que se comparte la comida. Es probable que no hubiera posibilidad de supervivencia sin el imperativo de la comensalidad. Así las cosas, la humanidad hizo de la comensalidad no sólo un aspecto importantísimo de la economía doméstica sino que le dio un carácter ritual. Por poner un ejemplo por todos conocido, en la ceremonia católica por excelencia, la misa, el momento culminante es cuando se comparte el pan y el vino.

Sin embargo “este mundo, esta empresa, este mundo de hoy”, como dicen los Redonditos de Ricota (y seguimos con las metáforas alimentarias), está cambiando este patrón de conducta milenario. Los ritmos de la vida se aceleraron y aparecieron nuevas formas de explotación y autoexplotación. Necesidades espurias en las clases acomodadas y necesidades insatisfechas en los sectores de menores recursos obligan a permanecer todo el día en el ámbito del trabajo. Para ello se ofrecen opciones variopintas entre las que destacan las ofertas culinarias. En algunos casos la tradición se mantiene y la gente se agrupa para comer. Aunque no sean los mejores amigos. Aunque sólo tengan una relación laboral. En otros casos se opta por la soledad.

Las casas de comida rápida parecen ensalzarse en el individualismo. Como paradigma del éxito, del self made man, del hombre que no necesita a nadie. Un Robinson Crusoe en el medio de la urbe moderna. Caminando por cualquier down town (centro) de cualquier ciudad moderna se observan comensales solitarios. Los más afortunados comparten su comida con un periódico, un libro o una revista. El resto pecando de solipsismo. Pero no es la tristeza de la soledad no escogida lo que preocupa. No. La desestructuración de un acto tan humano como la comensalidad es lo que llama la atención. El capitalismo se caracteriza por ponderar el individualismo. Pero no es precisamente un individualismo filosófico que enaltezca la posibilidad de alcanzar la libertad individual en armonía con el resto de los seres humanos y de la naturaleza. Es simplemente el triunfo del consumo. La necesidad imperiosa de dividir la mano de obra con el fin de obtener el menor costo posible en el pago del salario. De impulsar y generar nuevas necesidades de consumo, ocultando detrás de la aparente voluntad, toda una maquinaria publicitaria que induce y fomenta la realización banal a través del nuevo ritual de la compra.

La comida como columna estructural de las funciones biológicas, pero también de las relaciones sociales es el centro de una lucha en la que las empresas alimenticias, que se encuentran entre las más poderosas del mundo, no escatiman en gastos. “Divide et impera” es el lema detrás de la publicidad. El mercado se segmenta y surgen ofertas para todas las edades, para todos los sexos, para todos los grupos sociales.

En los sectores acomodados la comida sigue el dictado publicitario. Cada uno con un plato distinto. En los sectores humildes hay una sola olla, que se va estirando conforme caen más comensales. En el primer caso la abundancia favorece la separación, cada uno en su horario comiendo su alimento en forma individual. En el segundo caso, la carencia es la madre de la virtud. Casi un pensamiento cristiano. En el medio la clase media que intenta conservar las tradiciones mientras es bombardeada por mensajes contradictorios. Reclamada desde lo simbólico por las percepciones de las actitudes de la clase alta, desde lo material por el escaso presupuesto que le permite darse algunos lujos.

La comensalidad obligada de los estratos con bajos recursos fue en la década del ’90 acribillada por un nuevo fenómeno de asistencialismo: el comedor comunitario. Frente a la necesidad se sacrificaron, probablemente sin conocimiento de los efectos, las relaciones estructuradas que mantenían las familias. Ya no eran los grupos de parientes y amigos cercanos los que comían juntos; ahora el comedor juntaba a las madres del barrio con sus hijos. Ya no había lugar para la familiaridad. El único objetivo, perseguido por las autoridades que promovían lo comederos, era la nutrición. Los aspectos socio estructurales fueron dejados de lado.

Tanto históricamente como filosóficamente la humanidad hunde sus raíces en su capacidad para relacionarse. Al igual que muchos mamíferos su supervivencia dependió del cuidado y la confianza en sus congéneres. A diferencia de sus compañeros animales, hizo uso de su racionalidad y aprendió a compartir. Tal vez el origen de la humanidad pueda encontrarse en la comensalidad. Tal vez sea tiempo de volver a los comienzos.