Breve ensayo sobre el asado

Cuando alguien pregunta a un argentino o extranjero cuál es la comida típica de la Argentina, en un 99,9 % de los casos responderá con fuerza taxativa, podríamos decir vehemente, que es el asado. Dentro de ese universo cárnico los respondentes dirán que al menos un 80% del asado debe contener carne de vaca. Del 20 % restante pueden surgir muchas divergencias, pero de la contundencia de los 80 principales no duda nadie. En la misma imaginación popular la vaca reposa sobre la parrilla cual San Lorenzo Bovino y es ella misma, como en el mito cristiano, la que le avisa al asador que la dé vuelta, que ya está a punto.

Si entendemos a la Argentina como aquella ficción jurídica, no por ello menos sentimental, que comenzó a gestarse en los ecos andinos del martirio de José Gabriel y que se consolidó en los ecos pampeanos del genocidio provocado por Roca, entonces la respuesta es la correcta. El asado que se come hoy es el producto de los inmigrantes de fines del siglo XIX, quienes ni lerdos ni perezosos adoptaron a la carne de vaca como una parte importante de su patrón alimentario. El aumento de la densidad demográfica en las ciudades achicó los espacios disponibles y el asador perdió, frente a la parrilla, su lugar preponderante.

Si la tradición pretende descender más allá en las aguas del pasado, entonces el yerro bravo es de cabo a rabo. No existe “ese” asado. Sin embargo, la humanidad a lo largo y a lo ancho del espacio tiempo de nuestra evolución, siempre valoró a la carne como el alimento por excelencia. Aquellos individuos que no comían carne estaban más expuestos a enfermedades, a retrasar o detener su crecimiento y a no desarrollar al máximo sus capacidades intelectuales y físicas.

La ciencia moderna corrobora esta hipótesis vital en la especie Homo sapiens y en todo el género Homo. En la carne se encuentran todas las proteínas necesarias para obtener los aminoácidos esenciales requeridos. Ya se escuchan como una letanía lejana pero pesistente y en crecimiento, los lamentos y quejas de quienes con justo derecho se llaman así mismos vegetarianos. Convengamos que sus argumentos son razonables aunque de ningún modo extrapolables al resto de la población. Convengamos también que el ejército de herbívoros no forma una unidad ni pragmática ni ideológica Su rango abarca desde los que no comen nada animal, ni siquiera sus subproductos (huevo, leche, etc.), hasta los que únicamente no comen carne de vaca. Desde los que invocan el mero sufrimiento animal hasta los que propugnan la salvación del alma. El rango es amplio y por ende no existe consistencia interna en sus argumentaciones

La importancia del consumo de carne queda evidenciada en la historia de la humanidad cuando aparecen, hace aproximadamente 8000 años las sociedades estratificadas y con ellas la pobreza. Ante la escasez de los recursos la solución consistió en el reparto desigual de la riqueza, con una clase ociosa pero poderosa y otra trabajadora y desunida. A partir de allí y en las culturas que adopten el nuevo estilo de vida, los sectores de menores recursos serán los que provean la fuerza de trabajo y los que menos cantidad de carne consuman. En la edad media europea, valga la redundancia, se llegó al extremo de sostener que el consumo de carne no era beneficioso para los campesinos, dada cierta falta de refinamiento era atribuída a su aparato digestivo. Al argumento de las armas le sumaban la sugestión sutil.

Antes de la aparición de lo que se conoce como Revolución Neolítica, justamente hace aproximadamente 8000 años, el modo de producción económico dominante era el cazador recolector. Pero a no dejarse engañar por el nombre. Si bien Revolución Neolítica refiere a la piedra pulida, su característica más sobresaliente fue la utilización de animales domésticos y de agricultura. Por primera vez aparecen en el registro arqueológico señales de uso de agricultura y de animales domésticos. También se observan claros signos de desigualdad social. La mayoría de los restos óseos presentan las infames marcas de la desnutrición. En esta época hacen su debut las epidemias y la pobreza. Los hallazgos del Pleistoceno, es decir de la última etapa de la Edad Del Hielo, hace aproximadamente 10000 años, muestran una situación completamente diferente. No hay rastros de desnutrición en los fragmentos de huesos que se conservan. No hay evidencia de una gran desigualdad y las estimaciones de la talla de la población, indican que su promedio era 10 cm. más alto que el que se infiere de la población de la Revolución Neolítica. Según puede presumirse la dieta de la población cazadora recolectora era mucho más saludable que la que vino después; inclusive más adecuada que la que recomienda actualmente la Organización Mundial de la Salud. Para decirlo en criollo, “ensalada con carne”.

Hay pueblos que aún hoy practican esta modalidad Ojo. No hay que confundirse. Que sean cazadores recolectores no quiere decir que estén atrasados. La evolución tiene que ver con la posibilidad de las especies de adaptarse a su entorno y no con la capacidad de algunos sectores para acumular tecnología espuria y megamonumentos suntuarios a costa del sufrimiento humano. Estos pueblos se encuentran al borde de la extinción capitalista, sobreviviendo en territorios muchísimo más pobres que los que tradicionalmente ocupaban y presionados directa e indirectamente para que abandonen sus patrones culturales. Este sistema social, el cazador recolector, que muy probablemente sea el que mejor se adapte a nuestra biología, se basa primordialmente en una economía de circulación, en donde la virtud está dada por el dar, al revés que en nuestro capitalismo en donde la acumulación es dueña y señora. Este compartir tomado como norma se expresa en forma inapelable en la comensalidad, es decir en la posibilidad de compartir el alimento. Algo de ella queda en nosotros, por más que el vértigo moderno cada vez más nos ponga solos frente a la comida. Y esa comensalidad alcanza el punto más alto cuando el plato fuerte es la carne. Tal vez este comportamiento nos venga de herencia evolutiva; fue observado en chimpancés, con quienes compartimos el 99% de la información genética y por ende son uno de nuestros primos más cercanos, una alta tolerancia a la rebatiña de carne, siendo que el consumo de proteínas animales no es muy frecuente. La carne es el alimento social por excelencia.

No hay nada más triste que prepararse y comerse un asado en solitario. Aunque dicen que un buen asador debe pasar por esa experiencia y por cierto que se disfruta pero siempre tiene sabor a poco. Los asados son para compartir. Inclusive soportar a aquel que se acerca a la parrilla con un manual mental del “buen asador” y da indicaciones impertinentes y mira desconfiado como se desgrasa la tira pero al final se rinde con el manjar en la boca. Participa poco, entre tímido y avergonzado del aplauso consagratorio para el asador. Cada asado es único e irrepetible. Y aunque mil veces veamos la misma escena del chorizo volcán que derrama su lava de grasa sobre nuestra remera blanca, del vaso de vino que “lento cae al piso” dejando un reguero de sangre no consagrada, de la costillita que verdaderamente se degusta con las manos hasta pelar el hueso, el asado siempre será una fiesta.