La conformación social del gusto y del sabor

Generalmente asumimos como un ámbito íntimo, como un rasgo prístino de la individualidad, al sabor y al gusto que sentimos por los alimentos. Sobre gustos no hay nada escrito, reza el dicho y si bien la diversidad es profusa, no es cierto que no haya nada escrito sobre el tema.
 
¿Cuánto de individualidad y cuánto de socialización hay en el gusto? ¿Cuánto nos pertenece en forma absoluta y cuánto se lo debemos al entorno?. Algo de todo esto intentaremos desentrañar a lo largo de este breve artículo. Comenzando por el redundante principio, podemos afirmar que el gusto por los alimentos se empieza a configurar antes que abandonemos el útero materno. Hay hipótesis plausibles que sostienen que en el intercambio entre madre e hijo mediante la placenta, ya comienzan a pasar substancias, provenientes de lo que come la madre que estaría determinando y configurando el gusto de quien aún “viaja en panza”. Durante la lactancia la influencia es mayor. La leche que produce la madre está íntimamente relacionada con el alimento que consume, por lo tanto pasan por allí substancias que contienen rastros de los sabores que ella experimentó.

En la infancia el mundo de los sabores se abre, pese a cierto conservadurismo cauto en el paladar infantil. La dieta del niño comienza a parecerse más a la dieta de los adultos. En ese camino, es su entorno inmediato el que lo educa en el sabor. Adquiere en la experimentación y en la reiteración cotidiana cuáles son los alimentos preferidos por la mayoría que lo rodea. Establece semejanzas y divergencias. Concuerda con entornos que ya no son tan cercanos (en la sociedad industrial la publicidad juega aquí un factor preponderante) y comienza a manifestar su identidad particular..
 
El gusto posee una base fisiológica que guarda semejanzas con las de otros mamíferos y que como toda base genética posee una variabilidad inherente que la caracteriza. Entre los seres humanos hay algunos que perciben algunos sabores que el resto de los mortales no. Incluso podemos arriesgar como hipótesis que la sensibilidad al dulce, al salado o al picante es diferente en cada uno. La función evolutiva del gusto está vinculada con la detección de substancias potencialmente peligrosas, pero también de substancias beneficiosas y necesarias para el mantenimiento del cuerpo humano.
 
Pero en la supervivencia humana, nos guste o no, interviene siempre la cultura. De allí que el gusto pueda modificarse de grupo social a grupo social; a los mexicanos les gusta el picante, mientras que en Buenos Aires es apreciado en unos pocos ámbitos. Un sabor como el amargo, que suele ser asociado con substancias peligrosas, se transforma por intermedio de la cultura en un placer gastronómico. Como la supervivencia de la especie humana, en el aspecto alimentario, no depende únicamente del olfato, la vista y el gusto, sino de todo un dispositivo cultural que transforma la naturaleza, se puede dar el lujo de jugar con los sentidos y las comidas. De reinventar sabores que poseen significados sociales.
 
Escondidos detrás de los gustos que creemos individuales se hayan toda clase de determinaciones culturales. Los sabores nunca se escogen por su sentido en sí mismo, por la percepción del gusto abstraído de todo contexto, sino por lo que significan. En una sociedad dividida en clases, el gusto también estará dividido en clases. Al igual que sucede con el resto de los hechos sociales, la alimentación también reproduce el orden como está conformada una sociedad en particular. El gusto en este caso juega un papel central a la hora de regular las frustraciones; rechaza aquello que no puede consumirse por falta de recursos.

Pone límites a la imposibilidad material. Pero su naturaleza es plástica y entonces la voluntad individual se debate, la mayor parte de las veces con total inconsciencia, frente a los determinantes de la cultura a la que pertenece. El gusto, como entidad compleja, se compone de elementos propios de la estructura social y de la agencia individual encarnada en la voluntad.
 
La necesidad de diferenciarse conlleva en su seno el ejercicio de una individualidad que se exagera tanto en su expresión como en su génesis. El gusto cae en esa categoría, coloca un velo a lo determinado, disfrazando de particularidad, lo que la estructura social les tiene reservado. No hay escape a sus influencias. Pese a ello, es posible ensayar, dentro de los rangos impuestos, una degustación del propio sabor, combinando elementos y sumando nuevos, pero siempre dentro de los marcos invisibles pero poderosos de la estructura social.
 
Lic. Diego Díaz Córdova