El mate y las teorías del caos

Tomar mate es una intensa costumbre que, en algunos casos, frente a su ausencia, se transforma en una necesidad adictiva. Lo sabemos quienes por una u otra razón nos hemos topado con la famosa frase “yerba no hay” y que no necesariamente se resolvió por el lado placentero; antes bien no encontramos una infusión que pudiera suplantarlo.
 
Como todos sabemos, el mate es una bebida que se consume fundamentalmente en el sur de Sudamérica, en la Argentina, Uruguay, Paraguay, algunas zonas de Bolivia, de Chile y de Brasil. Como todos ya sabemos, la yerba mate es una planta domesticada en América, por los pueblos guaraníes. El mate, bebido con bombilla, es un claro ejemplo de la invención criolla. Es la perfecta combinación de la sabiduría de los pueblos guaraníes, con la creatividad de los jesuitas del siglo XVI.
 
En general, en aquellas regiones donde se toma mate, ese consumo es transversal, alcanza a todas las clases sociales. Hay excepciones, sin embargo y en algunas zonas de Sudamérica el mate se asocia con los sectores más humildes. En el Río de la Plata el mate es universal, testigos de ello son los mates labrados en plata que la oligarquía usaba como recipiente de la criolla infusión, o las latitas enlozadas con pintitas, como la que está tomando Cortázar, en la tapa del disco del Cuarteto Cedrón.
 
Visto desde afuera, desde una perspectiva ingenua, todos los mates parecen los mismos. Sin embargo cada cebador tiene su propia técnica, cada degustador de mate lo prepara a su manera y no hay dos formas que sean iguales. En su inmensa variabilidad reposa el sabor de la selva, como lo describió Levi Strauss en "Tristes trópicos".
 
Hay algunos elementos que permanecen en un equilibrio inestable, que se sostienen con una cierta continuidad, pero que de buenas a primeras pueden ser modificados por el tomador compulsivo y atrevido de mate. Lo básico, yerba, agua, recipiente y bombilla. Todo lo demás puede cambiar. La temperatura del agua, las plantas adicionales (menta, café, naranja), el material del recipiente (desde la madera, pasando por el metal, la calabaza y hasta un medio pomelo, como se acostumbra en verano en Entre Ríos), los condimentos para el agua, etc. Tomar mate implica necesariamente y aunque no se esté precavido de ello, aplicar los algoritmos de la complejidad. En la cotidiana actividad de tomar mate, acecha el caos.
 
Hay dos situaciones que ilustran la frustración que sentimos al estar sometidos a ese capricho cósmico. El agua fría o hervida. Es cierto que ambas tienen remedio, una por exceso y la otra por defecto, pero para quien cotidianamente prepara mate, la sensación clara es de derrota. El agua para el mate debe estar en un punto justo, no fría, no hervida. Ese punto justo nunca se alcanza al mismo tiempo, depende de un conjunto muy amplio de variables, desde la humedad y la temperatura ambiente, pasando por la altura sobre el nivel del mar, hasta el tipo de aleación de la pava, la cantidad de calorías de la llama o del artefacto que se use para calentar, etc. Es el ojo experimentado del cebador, en una suerte de ensayo y error lo que permite acertar con la temperatura del agua.
 
En términos sistémicos, complejos y caóticos, el agua debe estar en un estado próximo a lo que se conoce como transición de fase.  Es un punto intermedio entre dos estados de la materia, en este caso entre lo líquido y lo gaseoso. Es un instante en donde las moléculas del agua pasan de un estado aleatorio, en donde todas las moléculas están dispersas y acomodándose al recipiente (como es usual en los líquidos), a un estado en donde todas las moléculas empujan hacia arriba, debido al calor y se transforman en su conjunto en un gas, más precisamente en vapor de agua.
 
En el intermedio es donde se encuentra el punto justo del agua y coincide con un comportamiento clásico de las ciencias de la complejidad y el caos: la inestabilidad de Bénard. Este fenómeno, denominado también estructura disipativa ya que es, para esas condiciones, la mejor forma de disipar calor, organiza la materia en una forma compleja. Se genera una clase de orden que parece imposible para la materia inerte. Las moléculas se organizan de tal manera que parece que estuvieran guiadas por una unidad central. Sin embargo no hay nada de eso. Las celdas convergentes que se forman (como si fuera una grilla tridimensional líquida), permiten que el calor se disipe en la forma más eficiente posible. En ese punto, nuestra agua está lista para el mate.
 
En lo particular, tengo un par de trucos que fui aprendiendo con los años y de observar y escuchar a quienes cebaban deliciosos mates. El primero me fue recomendado por mi amiga Anita, entrerriana ella y por lo tanto oriunda de una de las provincias donde el mate es omnipresente. La clave: no poner la bombilla hasta que la yerba no esté mojada, para evitar que se tape. El segundo es el que llamo la regla de Lola y que me fue dada por una amiga cuyo nombre ilustra la regla. Consiste simplemente en ir echando chorritos de agua infinitesimales durante el tiempo que transcurre el proceso de calentar el agua.
 
La preparación del mate implica ir vigilando el agua, por lo tanto la regla de Lola indica que en cada una de esas observaciones, se eche una pizca de agua al recipiente con la yerba ya puesta. Suavemente la yerba se va humedeciendo y calentando y el cebador tiene un control más ajustado sobre la sensible temperatura del agua.
 
Con los preparativos listos, se puede comenzar a degustar la infusión criolla. Solo o acompañado, el mate mismo es una actividad gratificante, un estímulo (¿será por la cafeína?) para el cerebro y una forma generosa y placentera de abrir el canal de comunicación.
 
Lic. Diego Díaz Córdova